viernes, 31 de mayo de 2013

Nuestra cita favorita

     Un niño entra a una fuente de soda y sube a un taburete casi tan alto – o tan bajo- como él. Dibujando en su rostro una sonrisa pícara, aunque algo tímida, alza su voz de ocho añitos y pide, “por favor”, un café con leche. La mesera, extrañada con la petición del infante, le responde: ¿no quieres un refresco o alguna chuchería? El niño, inconsciente de la perplejidad del acto, insiste, deseoso de su antojo: “por favor, un café con leche”. La chica sonríe y se lo prepara. No se imaginaría el pequeño de gustos grandes que, 16 años después, el café de las cuatro de la tarde se convertiría en su cita favorita.
     Poco le importaba al peculiar personaje consumir cafeína para llenarse de una energía que, de por sí, le sobraba, o para combatir la diabetes que tras generaciones venía esparciendo un rumor supersticioso en su familia. Era inteligente, sí, pero no era un niño genio que tomara café para ser un hombre que valiese por dos, siendo precavido ante –las nunca descartables- cáncer, parkinson o alzheimer. Tampoco tenía asma ni alergia alguna, no estaba deprimido y no tenía ni una pizca de dolor de cabeza. De la palabra cafeína, este niño conocería, cuando mucho, las primeras cuatro letras. Para él, la bebida simplemente “sabía rico”, “olía rico” y era lo que tomaba su mamá mientras lo acompañaba durante la merienda. Verla a ella saborear ese líquido con fuerte aroma a larga y placentera vida, lo condujo a ingresar al club cafeinómano casero de las tardes, del cual también se había hecho miembro, años antes, su hermanita mayor.

     Hoy, cuando son las cuatro de la tarde de un lunes 16 años después de que pedí ese marroncito claro, estoy a punto de tener mi cita favorita. En un inusitado rincón de la cocina, se halla una nueva máquina de hacer café modernísima, con más de 50 funciones, lucecitas despampanantes y un tablero digital que fácilmente podría confundirse con un iPad, sin una raya, sin una gota pegajosa derramada sobre su fachada, sin una huella dactilar sobre ella, sin un mililitro de agua caliente y café de grano molido que hayan circulado por sus lujosos tubos cromados. Ahí está, atenta a una señal que nunca llegó, desde hace dos años, para hacer desde café americano hasta tailandés, pero la cafetera estrella es otra, una greca anciana, dueña y señora de la hornilla trasera derecha, con un sistema anticuado y mecánico, pero perfecto y preciso. Su mango de plástico ya está deteriorado, gracias a los calorones que ha vivido diariamente sobre el fogón, y las bisagras de la tapa están de “mírame y no me toques”. Aún así, el tembleque moderado y silbido afónico del utensilio, producto de ese elegante fragor de vapor y líquido, anuncian que sigue haciendo un café como ningún otro mecanismo -a excepción del colador- lo puede hacer. Agua al ojo por ciento, café criollo molido hasta casi llenar el filtro y, ocho minutos después, nace el mejor y más pretencioso negrito del mundo.
     Abro la tapa de la greca y permito que se perfumen los aires, que me impregne la cara el mágico aroma del otrora grano, ese grano que algún anónimo sagrado tostó y que, luego de todo un largo proceso, ya se encuentra ahí mutado, caliente y fuertecito, listo para propiciar un encuentro perfecto, en el cual se le brindará pleitesía nada más y nada menos que a la mismísima milenaria bebida energizante, esa que ha acompañado a mentes brillantes, poetas, músicos, científicos y escritores, en la consecución de sus más descabelladas o geniales ideas, esa que no es bebida oficial de una nación sino bebida oficial mundial, la misma que pasó a ser una cultura, una institución; esa misma que pasó a ser una filosofía de vida.
     Sirvo el café de mi cita en su delgada y delicada taza blanca con puntitos rosados y el mío, en la de mi equipo favorito de béisbol. Junto a estas dos, coloco las galletas María que me evocan el momento en que me parecía divertido partir éstas en trocitos, introducirlas en la taza y, cual cereal, tomarme el café con cuchara.
     ¡Voilà! La mesa está servida. El lugar es una cocina sencilla, sin lujos ni pretensiones más allá de la menospreciada cafetera del futuro, pero en mi mente, el ambiente es el mismo que se vive en un café parisino en pleno atardecer, acompañado de las más amenas tertulias y los más simpáticos actos de artistas de calle.
     Mi cita ya está aquí. Mi cita, desde hace rato, ya estaba aquí. Sólo falta que yo le dé el llamado sorpresa para que se acerque y demos comienzo a los minutos más especiales de mi día. Emocionado, consciente de que la misma alegría la arropará a ella, exclamo: ¡Mamá, el café está listo!
     Rápidamente, deja a un lado la pila de exámenes que estaba corrigiendo y con un “voy” vibrante, que a lo lejos esparce el sentimiento encontrado en la Cantata del Café de J.S. Bach, anuncia que ya está bajando las escaleras y que, por lo tanto, en cuestión de segundos, comenzaría la mejor media hora de este día, que también es la mejor media hora del martes, del miércoles, del jueves y la mejor media hora del viernes. Ese corto –aunque jamás, efímero- receso, representa un ritual doble, el de dos seres que mantienen intacto su amor por el café, y el de dos seres, madre e hijo, que se aman profundamente.
     Henos ahí, como dos niños comiendo gelatina, felices. Y entre sorbo y sorbo, mi madre me alimenta de palabras y consejos, con una muy balanceada dieta de historias que me imparte en la más grande pequeña fracción del día. Los cuentos de cómo –intencionalmente- rayaba los zapatos de varoncito que mi abuelo le hacía vestir para ir a la escuela; de su navegación accidentada, pero fructífera, por el amplio mundo cibernético; del halago que le han hecho sus estudiantes por ser “la mejor docente de la universidad”, como me cuenta que ellos mismos afirman; de los mil y un sueños – casi irrealizables- que tenemos para remodelar la casa; de lo axiológico, gnoseológico y ontológico de sus tesis doctorales, son sólo porciones de todo lo que me alimenta su voz en ese momento.Allí la he visto reír a carcajadas, pero también empañar sus ojos claros. Allí he reído con ella y también, allí, la he consolado.
     Yo sólo la observo y la escucho, quizás porque sigo siendo el niño de sonrisa –algo- tímida, o simplemente porque quiero escucharla y deseo que ella sienta que tiene un momento para desahogarse del diario trajinar; su momento, que también es mío. Entonces, allí, como si no hubiese un antes y un después, somos plenamente felices degustando del placer hecho líquido.
     El café fue un puente que permitió el trascender del instante ameno y siempre esperado de la merienda junto a mi madre. Y, tan serio como lo es una merienda para un niño, así pasó a ser este acto para mí, al punto de ser mi momento favorito del día, todos los días.
      En el presente, ese niño ya está consciente de las mágicas propiedades del café, pero igual decide ignorarlas. Su gusto por la bebida tropical dueña del mundo, así como aquella vez, sigue siendo el mismo, porque “huele rico”“sabe rico” y es lo que también toma su mamá mientras lo acompaña en la –ahora adulta y trascendental- merienda.
     “Gracias, mi vida, te amo”, pronuncia mi madre al saborear la última gota de ese negrito exquisito. Y, de esa forma, continuamos estudiando, trabajando y viviendo la jornada con tranquilidad, conscientes de que mañana, esa fiesta del café, nuestra cita favorita, volverá.
Silvio Fuentes (2º lugar en la categoría avanzada del Concurso de Crónicas Periodísticas)

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